viernes, 1 de diciembre de 2006

Desigualdades y calidad de vida

En la actualidad, los debates en torno a la construcción de una sociedad más equitativa se topan, inevitablemente, con la lucha contra las desigualdades sociales que el Estado del Bienestar debería haber resuelto a los cincuenta años de su creación. Entonces, los líderes de los partidos conservador y laborista del Reino Unido, Butler y Gaitskell, llegaron a un acuerdo básico sobre el contenido de los servicios públicos esenciales. Nacía así el “Welfare State”. Era un modelo económico y social que sufrió enseguida numerosas críticas, pero que para muchos autores actuales es el único método posible para luchar contra la desigualdad social. No tanto para lograr una, quizás, utópica igualdad social sino para reducir la desigualdad hasta niveles que permitan mayores cotas de justicia y estabilidad social.
En España durante la década de los años 1985 a 1995, de acuerdo con un interesante estudio de Oliver y Raymond, la tendencia de todos los indicadores de desigualdad reflejaba un evidente proceso de reducción de la misma. Esta situación de debió, en gran medida, al incremento y la redistribución del gasto social. Así, las consecuencias del incremento del gasto relativo en protección por desempleo, pensiones para la vejez, prestaciones por enfermedad e invalidez, sanidad, educación y servicios sociales produjeron el efecto de convergencia de los indicadores que denotan bienestar y calidad de vida entre los ciudadanos.
Convendrá reseñar que la calidad de vida tal y como la define la Organización Mundial de la Salud es aquélla situación caracterizada por una determinada autopercepción del bienestar, la felicidad, y la satisfacción de la persona que le otorga la capacidad de actuar o de funcionar en un momento dado de la vida en relación a sí misma, a los demás y al medio exterior. Al incluir elementos tan importantes como los definidos por el concepto moderno de desarrollo humano (posibilidades de vivir una vida larga y saludable, con acceso a la educación, en condiciones materiales dignas, plena de derechos y sin riesgo de exclusión social) compondríamos un marco muy aproximado al concepto de calidad de vida al que queremos aproximarnos.
En un estudio reciente se demuestra que a principios del siglo XX en España vivían más años las personas que habitaban en zonas con más pluviosidad, menor altitud sobre el nivel del mar y temperaturas más suaves. En la medida en que se fue progresando en condiciones de vida y desarrollo las diferencias en mortalidad por estos factores climáticos fueron disminuyendo: es decir la gente se hizo menos vulnerable al medio exterior. Por ello la gran mortandad de ancianos durante las últimas olas de calor tiene tanto impacto en la opinión pública, ya que se acepta mal la evidencia de que seguimos siendo aún muy frágiles ante las acometidas del medio externo, en especial los mayores y los más débiles. Aunque esas diferencias intolerables han disminuido se han incrementado las desigualdades en mortalidad determinadas por el nivel de renta o la clase social. Desde este punto de vista el ser rico determina más que antes ventajas de supervivencia. Esto tampoco se acepta fácilmente por la gente que cree que estas diferencias son francamente injustas. Afortunadamente tenemos la suerte de disfrutar de un sistema sanitario público que aminora esas diferencias sociales en salud, porque de no existir aquél, éstas serían mucho mayores, pues las diferencias sociales que las provocan lo son.
Hablamos de desigualdades en salud que muchas veces son el resultado de diferentes oportunidades para la salud, y, estas, no siempre definidas por la renta: el nivel educativo, la falta de aprovisionamiento de bienes sociales en determinadas zonas urbanas, el nocivo clima laboral que deben soportar algunos trabajadores, etc, convierten a algunos grupos en más vulnerables ante riesgos para la salud por el hecho de verse incapacitados para optar con libertad por estilos de vida más saludables, eludiendo así, las que se están conformando como nuevas enfermedades de la pobreza, como la obesidad, la enfermedad mental, los embarazos no deseados o, incluso, el cáncer de pulmón. Dicho todo esto con las precauciones que exige la evidencia de que las variables se distribuyen de manera similar en los grupos sociales resultado a veces muy difícil separar el efecto de unas sin sufrir las interferencias de las otras.
No sólo en el ámbito de la salud vivimos esta situación de incremento intolerable de las desigualdades. En el aspecto residencial la especulación urbanística ha excluido de hecho a una parte importante de la ciudadanía incrementando la vulnerabilidad de quienes no pueden convertirse en propietarios de una vivienda, o transformando en focos de segregación social determinadas zonas urbanas donde, los ciudadanos, tienen menos opciones para llevar una vida con ciertos estándares de calidad. El efecto del propio hábitat, una vez obviados otros factores de riesgo social, es en sí mismo un factor de gran relevancia en la determinación de desigualdades en estos casos.
En el futuro, no obstante, la suerte de las personas va a depender más de su acceso a la información y al conocimiento que a otros activos económicos, como la propiedad o la autoridad. Es decir las diferentes oportunidades para poseer conocimiento o información, en relación a lo que ahora denominamos “la brecha digital”, determinarán de manera nítida desigualdad, y no solamente desigualdad económica sino también de calidad de vida y de condiciones de trabajo.
En este contexto general en el que la falta de políticas públicas determina en sí misma, y como un factor causal más, desigualdades entre los ciudadanos ante las oportunidades básicas de llevar una vida en condiciones mínimas de calidad, esta circunstancia objetiva se hace más evidente que en ningún otro ámbito como origen de las diferencias que afectan a los mayores y a las mujeres. En el primer caso porque entre ellos se concentran grandes niveles de pobreza y porque las posibilidades de mejorar socialmente prácticamente no existen a esas edades. Desde la óptica de género, y añadiéndose a los procesos de discriminación bien conocidos que persisten en la actualidad en nuestra sociedad, porque la falta de políticas que comprendan protección social a los más débiles (niños, ancianos, dependientes, discapacitados) restan a las mujeres opciones de llevar una vida social y laboral plena, toda vez que son ellas las que asumen indefectiblemente el rol de cuidadoras de los otros.
Conviene entonces redefinir los conceptos de igualdad y de derechos sociales que consideramos básicos o mínimos en un sentido que haga más énfasis en la generación de oportunidades iguales para todos. De esa manera podremos observar la desigualdad como un fenómeno dinámico y de movilidad social en relación más bien a las oportunidades que cada cual tiene de salir de situaciones de precariedad (paro laboral, baja remuneración, etc). Todo apunta a que el nivel educativo personal es la variable decisiva en la movilidad social. Influye mucho también el nivel educativo familiar, y la precariedad laboral. Así, quienes tienen empleos con salarios bajos tienen mucha más dificultades de salto social, así como los menos cualificados independientemente de su salario o situación laboral.
En el momento actual del estado de Bienestar en el mundo occidental la prioridad absoluta no puede ser otra que la de “nivelar el campo” (Romer, 1999), es decir que todo el mundo tenga los mínimos para poder vivir una vida digna y con estándares de calidad. Debemos avanzar, por tanto, hacia un plan general de igualdad de oportunidades.
Una sociedad con desigualdades que no son injustas es aquélla en la que el hecho de tener riqueza es poco relevante a la hora de poder llevar una vida digna, duradera, saludable y plena de derechos. En ésa utópica sociedad la riqueza solo serviría para conseguir lo superfluo y no lo básico. El Estado que incremente el gasto en protección social y lo distribuya con adecuadas políticas públicas en términos equitativos avanzará hacia esa sociedad de las oportunidades que logre disminuir las desigualdades sociales.

PUBLICADO EN LA REVISTA TEMAS PARA EL DEBATE, Nº 147, DICIEMBRE DE 2006

viernes, 1 de septiembre de 2006

LÍBANO: LA TRAGEDIA REPETIDA

Hace diez años visitamos una pequeña aldea del Sur del Líbano, llamada Qana. Unos días antes de nuestra llegada algo terrible había ocurrido allí: la artillería israelí había bombardeado un refugio de las Naciones Unidas acabando con la vida de 106 civiles (hombres, mujeres y niños) y de tres cascos azules. En el momento en que los dos proyectiles de 155 mm hicieron blanco de forma certera en el patio del refugio se encontraban dentro más de 600 personas de aldeas próximas que habían acudido allí huyendo del feroz castigo que el ejército israelí estaba infringiendo desde hacía varios días en toda la zona. Alguno de los 160 heridos con los que pudimos hablar días después en el hospital Al Najar de Tiro nos relataban que cuando ocurrió la tragedia estaban tranquilos los que allí se encontraban. Se creían, allí, a salvo. A pesar de las incomodidades que soportaban porque el lugar estaba desbordado y había sido necesario habilitar unos contenedores metálicos en un patio para que cumplieran la función de techo de muchos de ellos, consideraban que aquél lugar era seguro. 18 años de hostilidades mantenidas desde la ocupación del Sur del Líbano por parte de Israel habían conseguido hacerles vivir con cierta normalidad aquélla situación permanentemente extrema.
Estaban tranquilos, sobre todo y según nos manifestaron después, porque el lugar era conocido por los contendientes como zona de refugio de civiles y, las enormes banderas de Naciones Unidas que ondeaban junto a la puerta y el esperpéntico torreón del edificio dominaban toda la llanura hasta que se perdía la vista mucho más allá de las líneas enemigas. En medio de aquélla paz contenida de una rara tarde primaveral un cohete katyusha fue lanzado desde una posición de la guerrilla Hezbolá situada a más de 300 metros del refugio contra las posiciones israelíes. A partir de ese momento las versiones eran confusas. Es posible que quienes lanzaron el cohete se refugiaran, a la carrera, en el recinto de Naciones Unidas. En todo caso el castigo fue brutal, y la muerte de inocentes injustificable.
Ese episodio, que ha pasado ya a los anales de la barbaridad humana con el nombre de la masacre de Qana, se vio aliñado en días posteriores por todo tipo de declaraciones de esas que se escuchan cuando habla la diplomacia. No sabemos muy bien por qué no suele hablar antes de que ocurran. En todo caso nada imprevisible: Israel “lamenta” (observen la diplomacia) la muerte de civiles pero se niega a admitir su responsabilidad, primero, o declara que fue un error lamentable, después. Lamente o no, asigna toda la responsabilidad por lo ocurrido a Hezbolá por “utilizar a la población civil como escudos humanos (sic)”. Un informe de Naciones Unidas y de diferentes organizaciones independientes afirmaba, poco después, que no pudo ser tal el error sino más bien un acto deliberado de guerra bien calculado y planificado. Ante este informe, Estados Unidos e Israel, se declaran ofendidos tachándolo de “producto de una mente retorcida (sic)” y advierten a la comunidad internacional que dichas afirmaciones “no contribuyen a crear un clima de paz (sic)” (en ocasiones de la diplomacia al cinismo hay que recorrer un tramo más bien escuálido), etc, etc.
Todo lo que precede se parece como dos gotas de agua idénticas al episodio ocurrido en la misma aldea del Sur del Líbano, Qana, el 30 de Julio del presente año con el resultado de 54 muertos de los que unos 27 eran niños, y 15 de ellos, además, discapacitados. Juzguen si no: relatan las crónicas que la gente se había refugiado en el sótano de un edificio (sin duda los refugios de Naciones Unidas dejaron de parecerles lugares seguros) que fue bombardeado durante más de dos horas hasta que lograron destruirlo por completo. 63 personas malvivían desde hacía algunos días en ese sótano para protegerse del fuego israelí. Nadie duda que este hecho debía ser conocido por el ejército israelí que observaba la zona permanentemente con aviones espías y otros medios sofisticados, y la gente allí refugiada salía del edificio en ocasiones a abastecerse y asearse. Israel se negó a reconocer que se trataba de un error, al principio, y, más tarde, se exculpó afirmando que aquél lugar era un nido de terroristas. Las fotos de los supuestos terroristas muertos, la mayoría niños menores de 10 años y sus madres, salpicaban cruentamente el sepia de todos los diarios del mundo a la mañana siguiente mientras el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, tras recibir el aviso de veto de Estados Unidos, se limitó a lamentar la muerte de civiles aunque se abstuvo de condenar la acción de Israel … etc, etc
Hay noticias que tienden a repetirse, cíclicas, cada cierto tiempo de manera sorprendente. Rayan tanto la irrealidad que parecen calcadas las unas de las otras. Hay barbaries que, como ocurre en este caso, hasta suceden en el mismo lugar sin que nadie se pare a pensar cómo puede ser posible. De qué naturaleza deben ser los supervivientes para continuar allí a esperar el siguiente fogonazo. No es absurdo pensar que, en casos como este, las mismas noticias de prensa pueden reeditarse, cambiando tan solo la fecha y el rostro de las víctimas. Se pueden conservar hasta los titulares sin que la mayoría de los lectores puedan notar el trueque. Algunas de la crónicas escritas hace 10 años por Juan Carlos Gumucio (tristemente ya fallecido) para El País desde su hotel de Beirut sería posible ahora rescatarlas de la hemeroteca y reeditarlas sin más. Se trata de una prueba más de que los errores humanos no se enmiendan y de que el avance de las más mínimas normas de aprecio y respeto a los derechos de los seres humanos es una utopía en algunas zonas del mundo. Y una evidencia de que los conflictos se estancan y la diplomacia sigue hablando tarde y mal.
En el primer cuarto del siglo XX, las guerras arrojaban una relación entre fallecidos militares y civiles era de 8 a 1. En las guerras modernas (esas que podemos ver tranquilamente en el televisor de nuestra casa mientras terminamos el postre o recogemos la mesa) mueren 3 civiles por cada militar que lo hace. Sin duda otra prueba evidente más del retroceso humano: nadie debe morir por motivo de una guerra, pero menos que nadie los inocentes y la población que tan solo sufre, desamparada, el rigor que imponen, con sus armas mortíferas, los contendientes.
Al hilo de la atrocidad más reciente de las relatadas, Cruz Roja, Amnistía Internacional, Human Rights Watch y el ACNUR han denunciado que en este último episodio de ataque israelí al Líbano (que ha costado más de mil muertos) no se ha respetado las normas más elementales del derecho humanitario internacional, y se han despreciado de manera olímpica la vida, los derechos y las propiedades de los civiles. Por ello reclaman que sean catalogadas estas acciones como crímenes de guerra y que sean juzgados por ello los responsables de uno y otro bando.
El prestigio de Hezbolá entre la población libanesa y en los demás países árabes es grande y ha crecido tras el reciente enfrentamiento. Y no sólo porque, a los ojos de muchos, haya defendido al Líbano de la agresión. Sino también (o quizás debiéramos decir “sobretodo”) porque la ausencia de protección social derivada de la falta de Estado es suplida de manera exitosa por esta organización. Una lección que no conviene dejar al márgen, máxime si comprendemos que las redes sociales que este tipo de organizaciones establecen son las herramientas más poderosas que tienen para infiltrarse entre la población y ganar, permanentemente adeptos a su causa.
Es necesario apagar este polvorín que es Oriente Próximo. Es preciso hacer los esfuerzos necesarios para proteger, de una vez, a la población civil de las agresiones de todas las partes. Estados Unidos e Israel deben entender que no puede valer todo en su supuesta batalla contra el terrorismo. De otra manera el efecto que consiguen es exactamente el contrario que el que desean. Israel ha dado otro paso al frente hacia la dilapidación del capital de simpatía que se supo grangear en otra época entre una gran parte de los pueblos del mundo. De nuevo, Israel exhibe su faz más monstruosa: la de un Estado belicista basado en el principio de que la vida de uno de los suyos debe ser vengada con la de un millar de árabes, y poco importa si entre ellos hay niños, mujeres y ancianos, como los civiles salvajemente eliminados en Qana en Julio de este año y en el mes de Abril de hace diez años. Con frecuencia las autoridades israelíes se quejan de que se “banalice” el holocausto judío. Lo hacen sobre todo ellas cuando justifican, con aquél horror, el supuesto derecho que ahora se arrogan contra la vida y la seguridad de otros pueblos. Las imágenes de los rostros ensangrentados y los cuerpos reventados de los niños libaneses alcanzados por los cañones israelíes son un intolerable ejemplo de crímenes de guerra. Que un Ejército regular, posiblemente uno de los mejores del mundo, enviado a tierra extranjera por un gobierno democrático, cometa ese tipo de errores debiera provocar una exigencia universal de responsabilidades.
En aquél viaje que realizamos en el año 1996 al centro del horror nos acompañaban dos hombres extraordinarios de los que aprendimos mucho: Enrique LLácer y Luis Valtueña. El primero fallecería después en accidente en Perú en una misión de Naciones Unidas. El otro, Luis, al que vimos emocionarse tan vívamente en el hipódromo romano de Tiro el primero de Mayo de aquél año durante el entierro de las víctimas de la primera masacre de Qana, era un enamorado de la causa de aquél pueblo, y supo, durante aquéllos días de constatación de la barbaridad, enseñarnos toda la grandeza del mismo. Luis sería asesinado 8 meses después mientras realizaba una misión de cooperación en Ruanda, junto al medico Manuel Madrazo y a la enfermera Flors Sirera. Los mataron unos asesinos que, tanto aquí como allá, siembran el mundo de dolor por la creencia que profesan de que lo mejor que pueden hacer para que sus crímenes queden impunes es eliminar a los que pueden dar testimonio de sus atrocidades.
Entonces no supimos que aquél viaje no era sino el primer acto de otra tragedia presentida y brutal. El horror ha vuelto a Qana diez años después. Nosotros, que lo podemos contar, hemos vuelto atrás diez años con nuestros recuerdos. Otros, tristemente, se quedaron en el camino después de darnos todo lo que tenían.
Haram lubuam, que quiere decir pobre Líbano.

José Manuel Díaz Olalla

(Texto inédito. Septiembre 2006)

sábado, 1 de julio de 2006

LAS LECCIONES DEL KATRINA

Algunas reflexiones sobre la crisis humana y política desatada por el paso del huracán por el sur de Estados Unidos

De entre las cosas que más me impresionaron las primeras veces que atendí a los supervivientes de alguna catástrofe natural ocurrida en algún país pobre fue esa sensación desoladora de que, allí, el estado no existía. Yo ya sabía que esa orfandad era un mal crónico que mostraba sus efectos todos los días en forma de abandono y de olvido de las necesidades básicas de la gente. En situación basal esa ausencia presentida y sufrida por todos se hacía muy difícil, pero en determinadas situaciones límite la carencia superaba lo imaginable. Nadie, a excepción de algunos amigos, unos pocos familiares, y escasos vecinos, además de las organizaciones de ayuda extranjeras, se preocupaba por la suerte y el futuro de las personas que, a duras penas, habían logrado sobrevivir a los letales soplos de un huracán o a las violentas sacudidas de tierra de un terremoto. Jamás aparecía una institución, una autoridad, o alguien que en el nombre de la colectividad e investido por ella se hiciera responsable de lo ocurrido o asumiera compromisos de futuro con los damnificados. Nunca olvidaré como, bastantes meses después del paso del huracán Mitch por Centroamérica, el equipo de asistencia humanitaria en el que trabajaba descubría a diario pueblos, lugares, aldeas o comunidades en el monte a los que nadie, aún, se había acercado a preguntar, siquiera, si allí había pasado algo. Si pasó, los propios vecinos y familiares se las apañaron como pudieron: enterraron sus muertos y se fueron. Y los que no lo hicieron, se quedaron a empezar otra vez de nuevo.

Si el estado se creó para defender al débil del poderoso, cuando el hombre se enfrenta sólo al feroz embate de la naturaleza ciega, la presencia de aquél se hace imprescindible. A fuerza de vivir estos efectos en aquéllos países y de elaborar la constante teoría de que tan responsable de la muerte y la destrucción es la naturaleza como el subdesarrollo, se nos había olvidado que la carencia del estado también se observa en el mundo desarrollado y rico. Se nos había olvidado calcular que, por encima de las cifras del PIB per cápita y de los grandes indicadores macroeconómicos, falta de estado y subdesarrollo son sinónimos para la mayoría de los que lo padecen. Y que, por lo tanto, ante la catástrofe inevitable y cruel, el débil puede estar tan desprotegido en Haití como en su poderoso vecino del Norte. La calamidad nos recordó que la ausencia de estado les hacía iguales, y que el presente y el futuro de los afroamericanos pobres sobrevivientes del Katrina en Nueva Orleáns y el de los indonesios que no sucumbieron al tsunami de la pasada Navidad es muy similar.

El terrible paso del ciclón tropical de nivel tres denominado Katrina por el golfo de México durante los últimos días de Agosto y sus contundentes efectos en los estados del Sur de Estados Unidos nos deben hacer reflexionar a todos. En especial a los norteamericanos y a su clase política. De esta manera podrían plantearse, por ejemplo, si las políticas ultraliberales en las que persiste el gobierno republicano y que conducirán en la práctica al desmantelamiento del Estado, o mejor dicho, de lo que queda de él, son el mejor camino para conseguir el bienestar de la mayoría y avanzar hacia la justicia social. Plantearse, por ejemplo, si se puede confiar en un gobierno que tiene dificultades para trasladar efectivos de ayuda al delta del río Misisipi, en plena necesidad vital de miles de ciudadanos, porque una gran parte de los soldados que podría movilizar se encuentra invadiendo otro país de una manera injusta e ilegal, tras una guerra inventada sobre la base de la mentira y la manipulación.

Si los norteamericanos reflexionasen sobre lo que ha pasado en el Sur de la confederación quizás aún pudieran sacar cuentas y calcular cuántas vidas no se hubieran perdido estérilmente en Nueva Orleáns si el gobierno hubiera utilizado el monto que se gasta en dos semanas de esa guerra injusta en mejorar las defensas naturales y los diques de contención de una ciudad que, en un 70% de su superficie, está construida por debajo del nivel del mar. Si el pueblo norteamericano tuviera la clarividencia suficiente como para revisar algunas cuestiones vividas en los últimos meses quizás podría plantearse qué significa en realidad que su presidente pida ayuda internacional y que otros países mucho menos ricos, aunque honrados, como el nuestro, decida acudir en auxilio de los ciudadanos afectados, movilice reservas estratégicas de carburantes y, de paso, tenga que detraer inevitablemente importantes cantidades de la cuenta destinada a socorrer a los países más necesitados de África Subsahariana.

El 30% de los norteamericanos que viven en Nueva Orleáns lo hacen por debajo del umbral de la pobreza. Estados Unidos es el país más poderoso del mundo y uno de los más ricos (la cuarta renta per cápita del mundo con sus más de 37 mil dólares al año), pero uno de los que mayor desigualdad social acumula. Los indicadores traducen, inexorables, los resultados de una política económica injusta e intolerable para la mayoría de los ciudadanos. Ha declarado el ex secretario de estado Powell, ante las críticas que arreciaban contra el gobierno del que formó parte, que en la gestión de la crisis del Katrina no ha habido racismo. Que el hecho de que la mayor parte de los muertos, desaparecidos, heridos, damnificados y despojados de todo hayan sido negros no significa que se haya priorizado la atención a los blancos. En realidad lo que ha ocurrido es que se ha primado la atención a los más ricos, o mejor dicho, que ante la ausencia de instituciones públicas que atendieran equitativamente a los que más lo necesitaban, se implantó la ley de la selva, que en su primer artículo dice que cuanto mejor sea tu tarjeta de crédito más posibilidades tienes de salvarte, y en el segundo, que si vienen mal dadas que se salve quien pueda .

Y los más ricos, casualidades de la vida, son los blancos. Es decir, Colin Powell, por esta vez y a diferencia de lo que hizo en otra declaración suya en Naciones Unidas que aún recordamos, ha dicho la verdad: quien es racista no es el señor Bush y su gobierno, quien es racista es la política antisocial que practica y el sistema económico que defiende.

Sería bueno que esta terrible tragedia sirviera, al menos, para que el pueblo norteamericano reflexionase sobre su clase dirigente y sobre las políticas económicas y sociales que está llevando a cabo. Voces y movimientos críticos dentro de aquél país se comienzan a elevar con poderosos timbres. Despejar el camino para otros escenarios políticos sería un gran avance para el bienestar de ese pueblo y el de los demás. Quienes en nuestro país representan esas ideas y defienden esas políticas, nuestros neocons, no deberían perder la oportunidad de sacar también sus conclusiones. Y, si esto no es posible, que al menos lo hagan sus votantes.


José Manuel Díaz Olalla
Médico cooperante

(Publicado en la Revista Temas para el Debate,
Julio de 2006)